martes, 31 de agosto de 2010

TRES CA.CHORRITOS

San Isidro, tres de la tarde.
Una chica de quince años entra al local de zapatos.
Cierra la puerta, mira hacia afuera, respira agitada.
Lleva puesto un uniforme escolar de colegio privado.
Jumper gris, medias bordó, una hebilla roja en el pelo.
Y braquets.
Unos chiquitos le tironearon de la mochila rosa.
-¿Qué querés? -se dio vuelta ella.
Eran tres. Una mujercita y dos chiquilines.
Medían menos de un metro treinta.
Buzos sucios de mangas largas y carcomidas.
-¡Sacá el cuchillo, sacá el cuchillo! -ordenaba la chiquita.
Ahora ella llama a su amiga, su mamá, y la mamá de su amiga.
Con su iphone.
-Son los chiquitos que andan sueltos por el barrio, a una compañera mía la quisieron robar la semana pasada con un tenedor -me explica.
Su amiga, su mamá y la mamá de su amiga pasan a buscarla para acompañarla media cuadra hasta el colegio Saint Charles.
Me agradecen.
Cierro la puerta y me queda una imagen del primer momento:
Mirando por la vidriera llegué a verles las caras
antes que se sigan camino detrás de un auto estacionado.
El del medio miraba hacia nosotros con una sonrisa
que dejaba a la vista todo el placer
de quien descubre por primera vez
que tiene la capacidad
de generar miedo.
.
.
Palermo, cinco de la tarde.
Saliendo del subte, un chico me sobrepasa corriendo.
-La con..! Agarrenlo! Agarralo!
Abajo mío el joven grita señalándolo.
Tiene un libro en la axila y quiere perseguirlo.
Pero es lento. Ni siquiera sube de a dos escalones por vez.
El nene llega hasta arriba y se da vuelta para verlo.
No se por qué; pero se da vuelta.
El joven lo señala y yo le veo la carita.
Tiene miedo.
-Agarralo! Es un chorro! Agarralo!
Un señor le agarra la manga y el chico reacciona.
Escapa.
Manos de manteca.
Suficiente compromiso arriesgarse a agarrarlo.
-Agarralo! Agarralo! -el joven todavía no llegó arriba.
Hay que ir al gimnasio, pibe, no todo es leer en la vida.
El chico corre en la vereda a través de la gente.
Una señora lo ve venir. Es rubia, tiene anteojos.
Le pone la mano en la cara como un jugador de rugby.
El chico sigue, dobla la esquina, lo perdemos de vista.
El lenteja insiste en perseguirlo. Allá va.
Enseguida emergen del subte dos pibes más altos.
Sólo les veo las nucas y los conjuntos deportivos.
Allá van, ellos también.
Estos corren rápido.
Y no parecen tener miedo.
.
.
Avellaneda, siete de la tarde
Ella está mandando un mensajito a su amiga.
Levanta la vista y las ve venir.
Son tres, de su edad. Una es gorda.
Por la forma de andar y de vestir se da cuenta.
Antes de que lleguen tira su celular al piso y lo rompe.
A propósito.
-A mi el celular no me lo vas a robar, pendeja -dice.
La fajan ahí mismo entre las tres.
Fajar no es lo mismo que zarandear.
Fajar implica pegar y seguir pegando cuando el fajado cae al piso.
Ella terminó con cuello ortopédico.
Es jovencita y bravucona.
Todavía le falta aprender a poner las manos
donde antes puso las palabras.
-Pero el celular no me lo robaron.
Lo dice contenta, con su nuevo estilo de cuello africano,
que la hace más alta, pero le impide girar la cabeza.

martes, 3 de agosto de 2010

UN KOALA ALTO, FLACO Y RUBIO

Tenía cara de Koala. Un Koala alto, flaco y rubio. Lo admito: alto, flaco y rubio no son adjetivos típicos de Koala pero yo asociaba Sudáfrica con los Koalas y el tipo era sudafricano. Además sus orejas era tan grandes que justificaban el apodo. Eran como dos alas a los costados de su cara angosta de nariz grande y ojos pequeñitos. Yo le hablaba en voz baja por si acaso (suponía que tendría una mayor capacidad auditiva) y por estado de ánimo, ya que estaba por tomarme de un trago las asquerosas raíces del San Pedro y pensaba anticiparme al efecto siendo un poco más zen.

Se llamaba Gordon. Dijo que había trabajado en construcción, en un kibutz y en una granja orgánica. Además, tenía inversiones. Era un Koala de mundo: vivió en Brasil, Bolivia, Mozambique, Israel, Inglaterra, Escocia y ahora Perú. Después de su país natal, eligió como segundo hogar a Bolivia. ¿Disculpe Mr.Gordon? Usted es alto, flaco, rubio y habla un pésimo castellano. Bolivia, insistió. Tomó todas las drogas posibles hasta los 34, pero ahora estaba limpio. Tenía 35.

Me contó su viaje de Ayahuaca:
-La planta fue muy gentil conmigo. Vi patterns. Especies de tapices de colores durante cuatro horas. Luego tomé un poco más y pude verme en forma tridimensional. Como si fuera un holograma, conciente de todo mi poder y fuerza. Alrededor mío crecían ríos plateados: eso representaba mi universo personal. Aprendí que soy capaz de crear lo que quiera en mi universo personal. Dentro de mis limitaciones, soy capaz de todo.

A mediados de la noche me senté junto a él en un asiento hecho de tronco de árbol. Yo estaba envuelto en una frazada, a unos metros de la ronda. Ya tenía el San Pedro en el torrente sanguíneo. Gordon había observado todo el proceso desde afuera junto a Dani, mi amigo abstemio, y los diez hijitos de Ricardina, la chola dueña de la cabaña. Tenía un libro grande en la mano –similar al Cosmos de Carl Sagan- y las orejas grandísimas.
-Existen quince dimensiones –explicó-. La primera densidad incluye a la 1 (atómica), la 2 (moléculas y emociones) y la 3 (organismos).
-Ok.
-Esas partículas vibran en una dirección y las de otra dimensión vibran al revés. Se rechazan entre sí como polos magnéticos.
-Ok.
-Uno con su conciencia puede lograr saltar de dimensión. El cuerpo puede quedar en una y la mente en otra. Con la conciencia se puede cambiar hasta el propio ADN.

Mientras explicaba agitaba el libro como si fuera una Biblia. Dani había dejado de prestarle atención apenas escuchó la palabra dimensión; pero yo sentía que este tipo de conversaciones debían tenerse bajo el efecto de los hongos. Aunque no me convencieran en lo más mínimo.

Gordon se agarró los dedos de la mano derecha uno por uno y dijo:
-El dedo chico es la familia y pretender; el del medio es la pasión y la furia; el anular es la unión; el gordo es la mente y el índice el ego.
-¿Y cómo es el tema del racismo en Sudáfrica?
-En Sudáfrica los blancos odian a los negros, que odian a los morenos, que odian a los blancos, que odian a los morenos, que odian a los negros, que odian a los blancos.
-Ok.

Al otro día, con la mente despejada, le saqué una foto. Ahora puedo verlo cuando quiera sin necesidad de escucharlo.
Tiene las orejas enormes.
Y está más loco que una cabra.
O no.